Desde los primeros encuentros ocurridos tras la evidencia de contaminación del maíz en la Sierra Norte de Oaxaca a fines de 2001, personas de diferentes comunidades originarias y campesinas, organizaciones y movimientos, investigadores o activistas coincidimos en que la defensa del maíz no sería posible si no se asumía una visión integral, relacional, donde el maíz como cultivo, como semilla, no se entendiera como una cosa sino como un entramado de relaciones en una crianza mutua (la milpa) entre comunidades humanas y colectivos diversos de plantas, bichos, microrganismos, animales, que se entreveraban para reforzarse y hacerse crecer diversificándose.
Así, no basta defender en abstracto al maíz como “grano”, como “semilla”, con sus “variedades”; o el maíz “nativo”, como aparte del maíz en genérico al que pueden ocurrirle tragedias sin fin siempre y cuando mantengamos el “maíz nativo” incólume, listo para los nichos gourmet del mundo entero.
La conclusión que mucha gente sacamos es que para defender el maíz había que defender a las comunidades, a los pueblos que cultivan una relación de crianza mutua con la milpa, con el maíz entendido como centro de civilización, que resulta en una lógica comunitaria de cuidado, pero también de autonomía.
¿Y por qué es necesario defender al maíz, si es tan bueno y “generoso”, y las comunidades lo procuran tanto? ¿Quién le teme al maíz nativo?
Dieciocho años después de que comenzó la contaminación con organismos genéticamente modificados, sabemos muchísimas más razones por las que las corporaciones buscan contaminar con OGM, imponer tales cultivos y otras manipulaciones biotecnológicas que la tecno-ciencia nos quiere vender como “naturales”, como “normales”.
Cuando hablamos de modificación genética, o de transgenie, estamos hablando de transgresiones violentas a las escalas naturales en las que ocurren los procesos propios de los cultivos o especies de las que hablamos. La metáfora más cercana sería la fisión atómica que puede provocar mutaciones y devastación por efecto de la radiación o las bombas nucleares. Pero como la violencia de los OGM parece invisible y no es instantánea como un estallido atómico, la tecno-ciencia nos vende la idea de que es inocua, pese a que con los cultivos transgénicos se busca un control (mientras más absoluto más eficaz) o la erosión del entramado de relaciones entre saberes, conversaciones y semillas que el campesinado ejerce por milenios.
Es acaparar, de un modo cada vez más descarado, los eslabones de una cadena que le agrega valor a cada proceso implicado en producir, transportar, almacenar y transformar materias primas en “comestibles” que impone y vende por el planeta el sistema agroalimentario industrial.
Los transgénicos son entonces un instrumento, bastante extremo, para propiciar los acaparamientos emprendidos por el sistema agroalimentario industrial, por los que requiere emprender una guerra contra la subsistencia deshabilitando a la competencia, ese campesinado mayormente originario, que sigue produciendo la mayor parte de la comida en el mundo entero sin que las contabilidades ni los censos lo registren con precisión.
Si invocamos la imagen de una semilla transgénica, su transgenie es un grillete electrónico con código de barras. Su función es doble: impide que la semilla despliegue toda la variabilidad de la que es potencialmente capaz en las transformaciones infinitas que experimenta una variedad a lo largo de milenios (como la especie humana donde cada persona es individual, diferenciada, única, y al mismo tiempo somos lo humano, pertenecemos). La otra función es que identifica al “propietario” para que la patente no deje dudas de que es privada. Buscan apropiarse de las llaves de la vida acaparando unas variedades o rasgos, y erosionan otras, no porque no sirvan, sino para que no puedan ser utilizadas por una agricultura campesina o agroecológica independiente. Se trata de acabar con la agricultura independiente.
La guerra a la subsistencia es constante desde la Revolución Verde, pues le es crucial precarizar, fragilizar al campesinado. Arrancar a la gente de su entorno de sustento, su territorio, y erosionar sus estrategias más antiguas: entre ellas el uso y manejo detallado de sus variedades de maíz, frijol, calabaza, jitomate, quelites, chiles, miltomate, chayote.
Le hacen creer a la gente que nada sirve si no se siembra en grandes extensiones, en monocultivo y con fertilizantes y plaguicidas químicos más semillas estandarizadas “híbridas” o “genéticamente modificadas”, lo que encarece las tareas agrícolas y sitúa en zozobra a las poblaciones que ya no pueden cumplir con las precisiones y contratos de las corporaciones con quienes las políticas públicas los fuerzan a asociarse. Las deudas y las coerciones terminan por ahogar a los agricultores que abandonan sus tierras al exilio.
Otro gozne más son los tratados de libre comercio, que hicieron irreversibles las reformas estructurales: así llegan convenios, normas, estándares, políticas públicas que establecen prohibiciones, tiempos, condiciones contractuales, privatizaciones, catálogos o registros de variedades y hasta “directorios” de productores “originarios” que pueden, ellos sí, sembrar maíz “nativo”.
Se extreman las divergencias. El sistema industrial convierte el maíz en una fábrica de materiales y componentes para alimentos procesados: le convienen los híbridos de alto rendimiento, los genéticamente modificados, con los que las compañías ganan en un extremo de la cadena de valor (la agricultura de monocultivo con kilos de agroquímicos y semillas “mejoradas” o de laboratorio), y en el otro extremo, con comestibles procesados de dudosa calidad. Mientras, buscan romper la cohesión comunitaria, base de confianza de quienes han logrado mantener conversaciones milenarias, colectivas, con sus milpas, defendiendo su autonomía.
Ahora, la propuesta de Ley Federal para el Fomento y Protección del Maíz Nativo propone algunas fórmulas que se intentaron en Tlaxcala hace unos años, como crear un consejo de productores y autoridades, inventarios de variedades y directorios de productores elegibles a ser apoyados, bancos de semillas centralizados y la vaga fórmula de “proteger y fomentar el maíz libre de organismos genéticamente modificados”.
En tanto, la Red en Defensa del Maíz, activa desde 2002, ha declarado en diversas ocasiones y sigue reivindicando: Defender el maíz en México pasa necesariamente por el respeto a la libre determinación y autonomía de las comunidades y pueblos indígenas y campesinos.
Rechazamos una vez más cualquier siembra experimental, piloto o comercial, así como la distribución, almacenamiento, comercialización, de organismos genéticamente modificados en cualquier parte del territorio nacional (y en el mundo).
La soberanía alimentaria radicará siempre en el respeto del derecho colectivo a tener, guardar e intercambiar libremente semillas nativas sin la imposición de mecanismo alguno de control estatal, federal o empresarial (sea certificación, inventario, banco de semillas, catálogo de variedades, patentes, denominaciones de origen o derechos de obtentor). La soberanía alimentaria requiere condiciones que permitan la producción libre y autónoma de alimentos a nivel local, regional y nacional, el respeto a nuestros territorios, amenazados ahora por proyectos mineros, hidroeléctricos, petroleros, carreteros, de servicios ambientales, reservas de la biósfera, privatización de los mantos de agua; territorios amenazados también por la industrialización y urbanización salvaje y por la política ambiental oficial de conservación sin gente.
La propuesta de ley mencionada no rasguña siquiera la complejidad que dice querer proteger.
Fuente: Suplemento Ojarasca, La Jornada