Nuestros sistemas alimentarios llevan décadas al borde del precipicio: niños que dependen del comedor escolar para no pasar hambre; países en los que una prohibición de exportación provocaría escasez de alimentos; granjas que no tendrían mano de obra si se prohibieran los desplazamientos; y familias en las regiones más pobres del mundo que no pueden perder ni un solo día de trabajo por correr el riesgo de la inseguridad alimentaria, coste insostenible de la vida y la migración forzada.
Los confinamientos e interrupciones provocados por el COVID-19 han demostrado la falta de acceso de algunas personas a bienes y servicios esenciales. En los sistemas sanitarios y alimentarios, han salido a la luz lagunas, desigualdades y disparidades críticas. Estos sistemas, los bienes públicos que garantizan y las personas que los sustentan han sido infravalorados y no se les ha protegido suficientemente. Las lagunas del sistema que se han visto expuestas por el virus empeorarán por el cambio climático en los próximos años. En otras palabras, el COVID-19 es una señal de alarma de los sistemas alimentarios, que deben ser atendidos con urgencia.
Sin embargo, la crisis también ha ofrecido una visión de sistemas alimentarios nuevos y más resilientes, ya que las comunidades se han unido para paliar las brechas en los sistemas alimentarios, y las autoridades públicas han tomado medidas extraordinarias para garantizar la producción y el suministro de alimentos. Pero las crisis también han sido utilizadas por actores poderosos para acelerar los mecanismos insostenibles del “business- as-usual”. Tenemos que aprender de las lecciones del pasado y resistir frente a esas tentativas, asegurándonos al mismo tiempo de que las medidas tomadas para frenar la crisis sean el punto de partida para una transformación del sistema alimentario que genere resiliencia en todos los niveles.
Esta transformación podría traer grandes beneficios para la salud humana en todo el mundo, ralentizando la destrucción del hábitat que provoca la propagación de enfermedades; reduciendo la vulnerabilidad frente a futuros trastornos de suministro e interrupciones comerciales; volviendo a conectar a las personas con la producción de alimentos y disipando los temores que conducen a la “compra de pánico”; haciendo que los alimentos frescos y nutritivos sean accesibles y asequibles para todos, reduciendo así las condiciones de salud que hacen que las personas sean susceptibles a las enfermedades; y proporcionando salarios justos y condiciones seguras a los trabajadores de la industria agrícola y alimentaria, limitando así su fragilidad ante las crisis económicas y sus riesgos de contraer y propagar enfermedades.
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Fuente: IPES-Food